Uno de mis momentos más divertidos de mi formación universitaria fue cuando me puse un mandil blanco y entré al laboratorio de física. Dicho espacio se convirtió en un lugar mágico, donde cada jueves medíamos, observábamos, hacíamos nuestros experimentos y todo lo anotábamos en una pequeña libreta.
Lo interesante era que mucho de lo observado tenía mucho error. En papel, los resultados eran exactos y había magia en toda esa matemática. En el laboratorio todo dependía de la destreza nuestra para apuntar el número más aproximado, con el decimal más correcto. Para eso teníamos que hacer muchas mediciones del mismo experimento y tratar de encontrar la media, la mediana, y demás otros números.
Pero, con todo, nos sentíamos científicos. Toda la puesta en escena estaba completa: el mandil, el olor del laboratorio, la luz de neón, nuestra actitud. Terminaba la clase práctica de física y regresábamos a nuestra habitualidad de ratones de cálculo y geometría descriptiva. Una cosa era la certidumbre de la fórmula matemática y otra la cantidad de números que salían de los experimentos. No me duró mucho la experiencia, porque al año siguiente dejé la ingeniería y comencé a estudiar arqueología en otra universidad.
El año pasado fue un año atípico. No porque en anteriores veces no hayan habido virus y bacterias afectando a millones de humanos (por ejemplo, la TBC mató entre 1.3 a 1.8 millones de humanos el año 2015), sino que por su nivel de contagio y letalidad, la COVID-19 se volvió desde el primer día en un hecho político. No solamente porque a nivel global se activaron estados de emergencia (con respectivos niveles de vigilancia ciudadana, dentro de lo que Foucault llamaría la idea del gobierno perfecto de la ciudad apestada), sino que incorporó a la agenda pública lo que el calentamiento global no logró: que se incorpore a los científicos como actores políticos dirimentes, sin voto pero con una voz que amplificada por los medios de comunicación (incluyendo los digitales) podían ser escuchados más que otros actores. De hecho, desde fuera esto de “ser científico” es bastante móvil. Un científico no solamente es aquel que está en un laboratorio, sino el que puede presentar datos. Y la validación en Twitter y Facebook puede darte luego una silla en una mesa de toma de decisiones políticas o una candidatura al congreso.
Pero, hemos tenido científicos para todos los gustos. De hecho, cuando comenzó la cuarentena comenzaron a aparecer videos de científicos asegurando que el consumo de tal o cual medicamente podía curar la extraña enfermedad que a todos nos dejó (y nos sigue dejando) en el campo de la incertidumbre. Y es que los mortales acudimos a estos nuevos hechiceros transmediáticos en busca de respuestas. Y claro, la respuesta es desde entonces casi la misma:
No tenemos ni idea.
¿Cómo que no hay idea? ¿No eran científicos? ¿Cómo es que son entrevistados a diario, aparecen en fotografías junto a los gobernantes y no tienen ni idea? ¿No habían estudiado justamente para estas respuestas?
De hecho, algunos incluso lanzaron varias hipótesis que luego se estrellaron (por ejemplo, con respecto al uso de mascarillas como preventivo). En un mundo en el que la ficción hollywoodense nos vende a los científicos como ultratecnológicos, no soportamos que se nos diga que nuestro mayor preventivo es la higiene personal, la distancia social y una mascarilla o barbijo. ¿Dónde están los laboratorios? ¿Las medicinas de ultra generación?
No es entonces casualidad que en ese escenario también aparezcan científicos (porque lo son) que ofrecen soluciones de corto plazo a tanta incertidumbre. Fue la hidroxicloroquina, hoy es la ivermectina. En todos los casos, detrás hay discursos de conspiraciones, de grandes empresas que no quieren que nos sanemos por alguna extraña razón. Que no hayan pasado por grandes testeos o cumplido estándar alguno de ética, que no exista evidencia alguna sobre su uso para curar o prevenir la COVID, no quita el hecho que son médicos, biólogos y veterinarios (?) los voceros de estos productos.
Por supuesto, esto se mezcla con los propios procesos de la política humana. En un contexto como en el que vivimos en el país, cada partido va ubicándose hacia un lado u otro de estos científicos en modo battle royale. Los partidos se busca su científico. No quieren perder el capital en juego. Es un riesgo, por supuesto, porque los políticos no saben mucho de la vida en el laboratorio, de los tiempos de la investigación, de las hipótesis que se construyen y desechan, mucho menos de los paradigmas kuhnianos o si Lakatos o Feyerabend o el affaire Galileo. De verdad, no entienden mucho que la ciencia es mucho más que una verdad indiscutible, y que más bien trata también de egos, de discurso, de políticas internas y también de actores no-humanos que participan en ese campo de negociaciones llamado laboratorio.
Tampoco es que los científicos entiendan mucho de política fuera de los laboratorios. Algunos han ensayado su hashtag, similar al de los mantras de los yogui: #SinCienciaNoHayFuturo, lo cual no es cierto. El futuro y el tiempo siempre están en constante evolución. Es cambiante. No es estático. ¿El futuro para quiénes? Para el planeta, su futuro puede prescindir de los humanos (y los científicos) sin problema alguno. Los ricos pueden prescindir también de los gremios científicos, porque siempre pueden conseguirse alguno que les solucione sus problema de corto plazo. No por mucho repetir el hashtag va a terminar ocurriendo.
Pero también es cierto que el futuro es incierto. Así como asumimos que nos va a costar entender bien la naturaleza de la COVID-19 (sin que eso signifique que no tengamos ya una vacuna), así como asumimos que no hay una cura o un preventivo para la COVID, asumamos también ese factor de incertidumbre sobre el futuro. Más que ir con una regla o test de cienciómetro para ver quién es mejor científico y quién no, enseñemos las reglas del laboratorio. Enseñemos que hay incertidumbres. Que no hay respuestas simples. Que incluso pueden no haber respuestas y podemos estar bien con eso. Que puede haber un futuro sin la ciencia.
Más que fact-checking, seamos empáticos con quienes hoy también están buscando respuestas a sus preguntas inmediatas: ¿sobreviviré a esto? ¿si me enfermo, moriré? ¿debemos asumir que todo saludo es también una despedida? Y que no hay una respuesta única, cierta, determinante, cerrada a ni una de esas cuestiones.